En torno a 1900, París reúne a un grupo de jóvenes escultores procedentes de toda Europa, atraídos por el carisma de Rodin. De Maillol a Hoetger, de Lehmbruck a Zadkine, de Archipenko a Gargallo o de Brancusi a Picasso, los artistas coinciden entonces en su necesidad de elaborar una nueva escultura, más sincera y más acorde con los nuevos valores formales que se imponían en la pintura.
Estos escultores aspiran a un nuevo universo formal, basado en la aprehensión de las formas esenciales: El sentimiento de la forma, la rotundidad del volumen, la belleza de la línea o la perfección geométrica se convierten en valores predominantes, frente a los excesos expresivos de Rodin.
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